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LA BANDA SONORA DEL GUSTO

  • Agustín Oliva
  • 25 nov
  • 4 Min. de lectura

¿Qué es la neurogastronomìa? En esta nota, te invitamos a compartir la experiencia de una nueva disciplina científica con todos los sentidos.


Cierro los ojos, muerdo un pedazo de chocolate negro y dejo que una melodía aguda pase por mis auriculares. Por un segundo, el mismo bocado parece más dulce. Cambio la pista por una línea grave y densa, repito el bocado y el chocolate se vuelve más áspero… como si hubiera cambiado la receta sin avisarme.


No es magia ni efecto placebo: la neurogastronomía, esa rama de la neurociencia sensorial, muestra que el sabor no es solo química en la lengua, sino una película que el cerebro arma con imágenes, aromas, texturas y sonidos.


La música puede ser, entonces, un condimento invisible: no altera la composición química del alimento, pero sí remezcla la experiencia. Eso la convierte en una herramienta potente para chefs, diseñadores de experiencias y responsables de políticas que buscan influir en la conducta alimentaria sin renunciar al placer.


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Cuando el cerebro se convierte en chef: así se cocina el sabor

La neurogastronomía parte de una idea sencilla y emocionante: el sabor es una construcción cerebral. No es la lengua la que decide sola; es el cerebro el que junta señales y produce la percepción del gusto. Como se plantea en la investigación, el cerebro funciona de manera intermodal al combinar información sensorial diversa para generar una experiencia unificada.


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El cerebro no procesa los sentidos por separado sino que los junta, los integra. Esto ocurre en la corteza orbitofrontal donde se combinan las señales que vienen del gusto, del olfato, la vista y también del sonido. Esto hace que una fruta se sienta más fresca o que un vino parezca diferente según la música, explica el neurólogo Conrado Estol. Si esta corteza fuera una profesión, sería la del DJ que mezcla para que todo suene coherente en la pista, o en este caso en el paladar.


Dentro de este marco aparece el sonic seasoning o condimento sonico: la práctica deliberada de emparejar sonidos con alimentos para potenciar o matizar atributos gustativos. Los estudios de Eugenia Razumiejczyk y Guillermo Macbeth muestran patrones reproducibles: frecuencias agudas y timbres claros tienden a asociarse a lo dulce; frecuencias graves, a lo amargo. Pero no es una relación mecánica: la emoción y la atención reconfiguran el resultado final.


La sinfonía interna: emoción, dopamina y percepción del sabor

Según el investigador, la música lo que hace es actuar como un ‘contexto emocional’ que regula las áreas cerebrales del gusto. Es decir, si escuchamos algo suave el cerebro va a liberar dopamina que asocia la experiencia con placer y hace que la comida ‘tenga mejor gusto’. Esa liberación de dopamina genera lo que Estol describe como un “efecto amplificador, porque cuando música y alimento llegan al cerebro al mismo tiempo el resultado es más intenso.


La dopamina es el transmisor del placer y de la anticipación - afirma Estol - por lo tanto se activa con una música o una comida que nos guste y cuando los estímulos llegan simultáneamente se produce un efecto amplificador que hace que todo sea más intenso.


En términos más neurofisiológicos, esa integración ocurre en redes multisensoriales que combinan gusto, olfato, visión y sonido. No cambia la química del alimento, pero sí la forma en que el cerebro construye su significado. Como sintetiza el científico: La música no cambia la interacción química de los receptores periféricos (Lengua, paladar, etc), pero sí genera un resultado final diferente por la liberación de neurotransmisores y por la actividad de núcleos cerebrales que lo que hacen es modificar la experiencia vivida”.


La playlist secreta del paladar: cómo suenan tus gustos

Las correspondencias sonoras-gustativas pueden sintetizarse así:

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  • Dulzor: tonos agudos, timbres claros y música suave.

  • Amargor/intensidad: frecuencias graves y sonidos densos.

  • Acidez: ritmos rápidos y timbres metálicos.

  • Umami: sonidos graves y texturas sonoras “cálidas”.


Los tonos agudos y la música suave refuerzan lo dulce; los sonidos graves acentúan lo amargo y al umami… Los ritmos más rápidos y metálicos se asocian con lo ácido, ejemplifica el experto. Entonces, si quisiéramos que a unos invitados el postre les pareciera más dulce, lo que tenemos que hacer es poner sonidos donde predominen los violines y así lo percibirán ellos, agrega.


Del laboratorio al plato: usos reales del sabor sonoro

Hoy, algunos restaurantes elaboran playlist para platos específicos, marcas invierten en paisajes sonoros para sus productos y equipos de salud pública, que exploran si la música puede ser una herramienta para reducir azúcares sin perder placer. La promesa es tentadora: menos azúcar, misma satisfacción.


Hay restaurantes famosos que usan sonidos de mar para acompañar platos con mariscos o música más aguda para postres y es obvio que el sonido no va a cambiar el gusto químico pero sí cambia la percepción del cerebro, resalta Estol.


Algunos estudios sugieren que cierta música aumenta la percepción del sabor dulce y eso podría permitir disminuir el azúcar que se agrega en exceso sin que el cerebro se dé cuenta.

“Se ha estudiado esto en el campo de la alimentación saludable y en algunos tratamientos inclusive para el control de peso, plantea.


No todo es optimismo: la magnitud del efecto y su durabilidad en contextos reales aún requieren investigación. Además, está la pregunta ética sobre la transparencia con el consumidor.


Una prueba para tus oídos (y tu paladar): el experimento final

Para el cierre de esta nota te proponemos algo: poné un solo de violín mientras comés una porción pequeña de algo dulce; luego probá el mismo bocado con una pista grave. No hace falta ser investigador para notar la diferencia. Y si sos chef, o trabajás en diseño de experiencias, pensalo como una paleta nueva: no reemplaza ingredientes, los complementa.


La música, entonces, no solo acompaña la comida: la edita. Entender cómo lo hace, desde la corteza orbitofrontal hasta la dopamina, abre posibilidades creativas y exige responsabilidad científica y ética. El desafío ahora es trasladar resultados controlados a contextos reales sin perder rigurosidad ni transparencia.



Fuentes

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