MUJERES AUTISTAS EN LÍNEA DE ESPERA
- Sabrina Menéndez
- 11 jul
- 5 Min. de lectura
Por cada cuatro hombres, solo una mujer recibe el diagnóstico del Trastorno del Espectro Autista. Según la OMS, son millones las que sufren a causa de sesgos de género, mientras hay poca investigación e insuficiente formación profesional en la salud mental.

Leila Buglisi es licenciada en psicología de la Universidad de Buenos Aires, especializada en clínica de personas con discapacidad y coordinadora de Desirees: un espacio que trabaja con neurodivergencias desde la adolescencia en adelante.
Aunque el 95% de sus pacientes son varones, hay días en los que atiende a la excepción: adultas que, de miradas cansadas, y con un historial médico psiquiátrico enorme, cargan sobre sus espaldas el peso de una pregunta no respondida en varios años de angustia: “¿qué me ocurre?”
Para la licenciada existen dos grandes motivos por los que son tan pocas las mujeres que acceden a la instancia de diagnóstico: “Uno tiene que ver con el sesgo de género, es decir, con las expectativas que las personas tienen sobre lo femenino, y el otro con los procesos de evaluación, con qué formación y con qué herramientas contamos”.
Los evaluadores además suelen interpretar erróneamente las dificultades sociales y comunicativas de las niñas y mujeres con TEA como timidez u otros rasgos asociados a la feminidad, lo cual, según el estudio de Amaia Hervás sobre Género femenino y autismo, contribuye al mal diagnóstico.
Este sesgo no solo es atribuido a los profesionales, sino también a las propias familias, quienes, para Buglisi, les suelen asignar a las pacientes tareas hogareñas, en lugar de preguntar qué desean y formular proyectos de vida en los que se incluyan lo académico o lo laboral. Así, confinadas en sus casas, las mujeres no acceden a tratamiento o a grupos de apoyo.
Criterios que excluyen
Instrumentos estandarizados en investigación y en clínica, como el ADI-R o el ADOS-2, presentan una menor sensibilidad en el género femenino. El primero, porque evalúa la sintomatología en base a la información aportada por los padres de la paciente, quienes no tienden a darlos correctamente —si es que los notan—, y el segundo, porque fue probado mayoritariamente en varones jóvenes.
“Cuando yo le aplico una batería de test de evaluación ADOS-2 a una mujer con fluencia verbal adulta, el sesgo es enorme, porque no hay estudios específicos sobre esta presentación del espectro autista”, sintetiza Buglisi.
En nuestro país, la especialista añade que “no siempre se respetan las buenas prácticas”, ya que el ADOS-2, al ser muy popular, acostumbra a ser gestionado por personas no certificadas: “En Argentina no tenemos gran formación en el tema, y cuando digo ‘en el tema’, hablo del espectro autista en general: imaginate si tenemos que pensar en las mujeres autistas sin discapacidad mental o con fluencia verbal”.
La máscara que ahoga
Lo que muchos estudios no suelen tener en cuenta es el “masking”, o enmascaramiento: un recurso utilizado para la supervivencia emocional, el cual le permite a la persona camuflar o esconder sus síntomas para desarrollarse con mayor facilidad en contextos sociales.
No obstante, Buglisi alerta sobre el costo emocional y físico del “masking” en los siguientes términos: “Si uno está todo el tiempo fingiendo ser alguien que no es, termina agotado”.
Madeline Fowler tiene 25 años, hizo un pregrado en estudios de discapacidad en Chile, y actualmente estudia Medicina. Hace un año y medio recibió su diagnóstico de TEA. Ella nos confiesa que, siempre que tiene una conversación con quien no se siente del todo cómoda, el masking se vive de la misma forma en la que se aguanta la respiración: “solamente tienes el alivio de poder respirar cuando escapas de la situación y vas al baño”.
“He hecho masking toda mi vida y ello me ha causado muchísimo sufrimiento. No es natural, sino algo que he tenido que hacer para protegerme a mí misma: cuando dejé de tener mis mañas y pude ocultarlas con mi máscara, las personas me aceptaron”, comparte.
En la experiencia clínica, Buglisi reconoce que, si bien ambos sexos biológicos tienden a hacer masking, “las mujeres, por su genética, pero también por sus atribuciones culturales, suelen a ser instruidas más en el aprendizaje de habilidades sociales, así como también a ser más serviciales”. Además, como el hombre tiene un rango más amplio de conducta social, muchos de sus comportamientos —que en una mujer podrían verse extraños— pasan desapercibidos.

El precio de la invisibilidad
Teniendo en cuenta todos los obstáculos presentes en el camino al diagnóstico, desde el corazón del hogar hasta la silla del consultorio, Buglisi puntualiza tres posibles resultados negativos para la mujer: el no diagnóstico, el diagnóstico tardío y el diagnóstico erróneo.
Conforme al estudio neerlandés "Perceived misdiagnosis of psychiatric conditions in autistic adults”, publicado en 2024, las mujeres autistas tienden a recibir diagnósticos erróneos en un 53,7% de los casos; un 31,7% más que los hombres.

“En los periodos de crisis” —argumenta la especialista— las etiquetas diagnósticas erróneas son un salvataje, pues con ellas se recibe algún tipo de tratamiento, pero después, al estar un poco mejor, no explican qué es lo que les pasa realmente y mantienen el malestar”.
¿Y qué ocurre cuando el diagnóstico ni siquiera llega? Madeline admite en esta entrevista haberse dado cuenta de que mucho de su desconsuelo en la vida se debió no a ser autista, sino a no haber recibido un diagnóstico hasta la adultez. “Una vez que lo obtuve busqué espacios con personas como yo y aprendí a cómo apoyarme a mí misma”, asegura.
La incompetencia del sistema impacta directo en el desarrollo de la calidad de vida. “Estas son personas que tal vez lograron armar una familia, encontrar un trabajo, o empezar una carrera, pero todo se vive con un nivel de dificultad muy grande, ya que los mínimos apoyos que uno necesitaría están invisibilizados: no podemos olvidarnos del alto porcentaje de suicidios que hay dentro de los adultos con autismo”, advierte la experta.
Cada grano de arena cuenta
Buglisi recomienda a los profesionales “capacitarse y actualizarse, pero, sobre todo, trabajar los prejuicios y brindar un lugar cómodo a la persona que llega; un acompañamiento cálido”. En la actualidad, es vital que además de la formación académica, “exista también una parte humana desde la cual comprender la situación que vive el otro".
En cuanto a las mujeres con sospechas, el mejor consejo que la especialista puede darles es hacer una sesión de orientación, la cual, si bien no diagnóstica, puede ayudar a ordenar la información desde otro punto de vista: “Uno se siente escuchado, y sabe que por lo menos hay alguien en el mundo que comprende lo que sucede”.
Madeline no se quedó atrás, y a todas aquellas con la intriga de si pueden o no tener TEA, les recuerda la importancia de buscar espacios de apoyo y de tener bondad consigo mismas: “Para alcanzar la persistencia que se requiere para recibir el diagnóstico correcto, hace falta mucha autocompasión”.
Observar puede ser un acto clínico, pero no nos olvidemos que también es político: mientras las herramientas sigan hechas para otros cuerpos —otras mentes—, las mujeres seguirán caminando el espectro en silencio. Hoy, nuestra tarea está en no ignorar la pelea, apoyar los espacios de activismo, y demandar más herramientas con las que aliviarles la carga a las millones de mujeres que —conocedoras o no— viven el TEA.
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